«Soledad» (Cuento de Navidad)

 1er Premio Relatos breves “Vivencias profesionales” Revista Metas de Enfermería – CECOVA – 2006

          Sus manos sujetaban la caliente taza de café que, como cada día que iba a trabajar por la noche, tomaba por necesidad más que por gusto. Marisol contemplaba por la ventana de su cocina como la oscuridad había cubierto todas las calles, y únicamente las luces de algunos adornos colocados entre árboles y farolas, daban un resquicio de luminosidad. Sólo llevaba unas semanas en aquella localidad, y como era habitual, por ser la última en llegar, le había tocado trabajar aquella noche. Mientras tomaba el último sorbo, retiró un mechón del dorado cabello rizado que le caía sobre su rostro y tras verse reflejada sobre el cristal de la ventana decidió dirigirse al cuarto de baño para enfrentarse al espejo: había que dotar de un mínimo de brillo a ese rostro salpicado de pequeñas pecas apagadas por esa inevitable soledad que le embargaba en su primera Nochebuena allí.

Harry encontró aquella noche un portal algo más grande que el de días anteriores. Le hubiera gustado mantenerse en el mismo, pero los vecinos del edificio, hartos de encontrarse un obstáculo que saltar cada vez que entraban o salían, le habían dado un aviso amenazándole con avisar a la policía. No era la primera vez que le ocurría eso, ni sería la última, pues él reconocía que su presencia no era de buen gusto en ningún sitio. Los cartones del día anterior habían quedado algo mojados por la excesiva humedad de aquella localidad y había pasado la jornada entera buscando unos nuevos que le salvaguardaran de la larga y fría noche que le esperaba. Entre la abundante basura que en aquellos días proliferaba, no había hallado ningún resto de comida servible: todo se hallaba esparcido por los contenedores y aunque había tenido la tentación de coger un trozo de pollo que se hallaba en el fondo de un contenedor, finalmente sintió nauseas y prefirió esperar a ver si el futuro le deparaba algo mejor. Solo halló entre tanta basura una botella medio vacía de whisky, brebaje que posiblemente alguien había desechado por ser de baja calidad, y un bonito pañuelo de azulada tela que guardó para más tarde proteger su cuello. Si a Harry le preguntaban el porqué de aquel nombre, él mismo explicaba que su apodo completo era “Harry el Sucio”, apelativo surgido entre sus mismos compañeros de calle por su falta de higiene. Si alguien quería averiguar su verdadero nombre, alegaba que no lo recordaba, pero que por norma no sabría decir el de nadie, o mejor dicho, aclaraba él sin especificar: de casi nadie. Posiblemente el implacable alcohol de su sangre borraba cualquier resquicio de cordura en un hombre que años atrás había poseído la serenidad otorgada por la felicidad como modo de vida.

Pepe escuchaba la incansable radio que durante todo el día le acompañaba y contemplaba entre tinieblas a su mujer sentada en la silla de ruedas. A esa distancia no podía distinguir más que el color rosa de su albornoz, aunque cuando lo hacía dudaba incluso de que su vista llegase a tanto, y pensaba que tal vez era la certeza de que ella lo llevaba lo que le hacía verlo en su interior. Él, casi ciego por la diabetes mal cuidada durante años y enfermo de riñón por el mismo motivo, vivía con su mujer en la fría casa que desde hacía cuarenta años habitaban. Ella, que había sufrido una trombosis cerebral hacía varios años, había quedado hemipléjica y su lado derecho no le permitía apenas levantarse de su silla de ruedas. La expresividad de unos ojos que su marido no alcanzaba a ver hubieran sido la mejor arma ante la mudez que aquel trastorno le había ocasionado, pero sólo unos sonidos a modo de afirmación o negación eran el único medio de comunicación que poseía. La Nochebuena empezaba a alcanzar a aquel hogar y Pepe sabía que aquellos momentos eran de gran felicidad en la mayoría de los hogares, sobre todo en aquellos donde merodeaban los más pequeños. Siempre le había gustado amenizar aquella noche con su mujer regalándole un pequeño detalle, pero en aquella ocasión no había podido comprarle nada: llevaba casi un año sin salir de allí por sus propios medios debido a su creciente dificultad para andar y se sintió apenado ante la impotencia de realizarlo. Se alzó ligeramente de su sillón para lanzar una obtusa mirada por la ventana, y las brillantes bombillas de la calle acariciaron sus ojos. Increíblemente, entre aquellas luces, intuyó en la esquina de abajo, la presencia de alguien con algo rojo sobre el pecho. La gente pasaba por su lado y esa persona parecía ofrecerles algo ante lo que nadie paraba. Pepe creyó saber inmediatamente que se trataba de una vendedora ambulante de flores, y decidió levantarse para satisfacer su pequeño deseo.

Pat pasaba sus primeras Navidades sola. Cuando su compañera (a la que por coincidir en el nombre en el barrio llamaban “la otra Pat”) ingresó en el hospital, únicamente ella tenía la creencia de que volvería a casa. La devoradora enfermedad que tenía, comenzaba a afectar todos sus órganos, y ello junto a la lucidez de su mente, contrastaba con el estado de Pat, que sí conservaba un perfecto estado físico para sus años pero padecía los caprichos de una trastocada cabeza. Pat había pasado más de dos horas andando pero su demencia no le había permitido razonar que se hallaba demasiado lejos de ningún lugar, y ello añadido a la completa ignorancia del castellano, acrecentaba cada minuto que pasaba, el temor de no llegar a su destino. Ambas “Pats” habían llegado treinta años atrás a aquel lugar desde su país, Inglaterra, huyendo de una incomprensión familiar ante sus sentimientos, y buscando el refugio de la soledad en unas tierras donde nadie preguntaría sus motivos. Se habían acostumbrado a comprar en lugares donde lo solían hacer los extranjeros, con lo cual eludieron inconscientemente aprender el idioma, y por culpa de las antenas parabólicas y las películas compradas en su idioma, ni la televisión había sido capaz de inculcarles algo de la nueva lengua. Su reducido círculo de amistades era también de ingleses, pero los años también habían hecho mella en ellos, y ya no podían reunirse con la misma facilidad. Aquella noche, que sorprendentemente había identificado de manera acertada como Nochebuena, aquella delgada y caprichosa anciana senil de cabellos blancos, había tenido la irreprimible necesidad de ir a visitar a su incondicional compañera. Se había abrigado, y a la salida de su casa había cortado del jardín unas rosas que habían crecido de manera increíble durante los últimos días en ese pequeño invernadero que tanto le había gustado cuidar a su compañera. Con tal aprecio sostenía las rosas en sus manos que no se dio cuenta que las espinas se le estaban clavando hasta que una de ellas ya lo hizo de manera profunda. Tuvo que pararse y buscar algo con lo que cubrir aquellos tallos, pero en la calle no encontró nada. Surgiendo de la oscuridad, un viejo vagabundo se acercó a ella portando un pañuelo azul en la mano que le ofreció sin decir nada. Ella lo cogió y cubrió con ello el ramo observando con cierto respeto al hombre que permanecía frente a ella. Una sonrisa de él para tranquilizar a la anciana inglesa precedió a una marcha tan silenciosa como la llegada. Sólo unos metros después de aquel breve encuentro y tras dos horas de costoso paseo a sus espaldas, Pat llegó a una esquina donde, ya agotada, no conseguía averiguar en que sentido continuar.

Marisol se preparó cuidadosamente la cena antes de salir: unos filetes de pechuga de pollo a la plancha con salsa de roquefort, unas patatas asadas y una ensalada de pasta, todo debidamente guardado en envases de plástico. Ir a trabajar en una noche como aquella requería de una dosis de detalles hacia si misma con el fin de eludir la nostalgia. Bajó las escaleras y se encontró con que la puerta del vecino de abajo se abría en aquel instante. El anciano señor Pepe, ataviado con un caliente albornoz y con sus zapatillas de estar por casa, se disponía a bajar a la calle.

—Buenos noches, Pepe. ¿Va a bajar usted a la calle?— dijo ella algo sorprendida por su encuentro.

— Buenas, noches— contestó el reconociéndola casi exclusivamente por la voz— Sí, voy a bajar a por una cosa— finalizó.

— ¿Quiere que le ayude?­­­­­­— preguntó ella ofreciendo su mano.

No, gracias guapa, ya bajo yo poco a poco. Ves tú delante que seguro que marchas al trabajo y no voy a ser yo el que te haga llegar tarde.

— ¿Seguro que no quiere que le ayude? — esta vez Marisol recibió una cortés negativa con la cabeza. —Pues nada, Feliz Navidad Pepe, y salude a su mujer de mi parte.

— Gracias, yo se lo diré. Que pases una buena noche pese al trabajo.

Antes de continuar descendiendo las angostas escaleras del viejo edificio, Marisol no pudo evitar dar un espontáneo beso en la mejilla a su anciano vecino. Hacía poco que se conocían, pero Marisol ya en alguna ocasión les había ayudado con cosas de la casa o con papeles de médicos. Los dos ancianos, habían descubierto en ella una dulce sonrisa que en las pocas veces que se cruzaban o veían, siempre les alegraba. Aquel beso era especialmente bien recibido por su arrugada mejilla.

Marisol no quedó muy tranquila al ver a Pepe descender con sumo cuidado las escaleras. Sabía que él no veía bien pero finalmente descendió veloz los escalones mientras observaba ya en su reloj que, como de costumbre, iba justa de tiempo. Salió a la calle y sintió como el frió de la noche le embargaba. Se colocó bien su bufanda y comenzó a caminar manteniendo en la mano su bolsa de la cena. No habría andado ni diez metros cuando descubrió en un portal a un sucio hombre que intentaba cobijarse bajo unos cartones. Pasó por su lado intentando apartarse todo lo que le permitía la acera y deseó alejarse rápidamente de él. Sin embargo unos pocos metros más allá, un pequeño sentimiento de culpa y pena ante su prejuicio, la hizo parar y pensar durante unos instantes: “¿qué cenaría aquella noche aquel anciano indigente?” Finalmente contempló de nuevo su bolsa de comida, e impulsivamente se armó de valor para retroceder sus pasos y llegar de nuevo a su altura. No dijo nada, simplemente le miró a los ojos y dejó la bolsa a su lado. Harry, con unos ojos que en algún momento debieron ser tan azules como los de ella, la observó sorprendido. Luego, Marisol reinició su paso, quizá incluso más rápido que antes por el temor todavía existente, pero plenamente satisfecha aunque en aquel momento ella era la que se encontraba sin cena. Mientras permanecía ensimismada en su pequeña acción, dobló una esquina y un encontronazo, que más tarde supondría como intencionado, la desplazó contra un coche. Un joven ansioso y armado con una navaja en la mano, la amenazaba a escasos veinte centímetros de su pecho. Los latidos de su corazón se habían descontrolado y por unos instantes no consiguió decir nada. El joven, desaliñado y demacrado por las drogas, le reclamó todo el dinero. El miedo que sintió la hizo recular hacia atrás, sin acordarse de que tras ella había un coche. Se sintió atrapada como un animalillo en una jaula esperando ser liberado y mientras intentaba sacar su monedero del bolsillo, sólo pedía a aquel desesperado joven que por favor no le hiciese nada. Cuando la navaja comenzó a acercarse a ella de manera ya preocupante, una presencia se hizo notable a escasos dos metros de ellos. Entre el juego de contrastes de la oscuridad de la noche y la luz a sus espaldas, el viejo indigente se erguía imponente con un recio bastón entre sus manos. Durante los instantes más largos que nunca había vivido Marisol, el viejo vagabundo y el joven drogadicto se analizaron fijamente clavando las miradas el uno en el otro, hasta que Marisol notó como la mano amenazadora comenzaba a temblar de manera evidente. Girándose como un torbellino, el joven arrancó a correr, perdiéndose calle arriba sin volver la vista atrás. Marisol tardó en recuperar el aliento y algo más la voz. Sus ojos atónitos observaban a aquel hombre barbudo, sucio y desaliñado del que tan solo unos segundos antes había sentido temor.

—Sólo quería acercarme a usted para darle las gracias y desearle una feliz Navidad— pronunció tímidamente el viejo Harry con su voz quebrada por ese tabaco que nunca abandonó.

—Gracias a usted, si no hubiese venido… — arrancó a emitir la todavía débil voz de ella y Harry recibió con un leve asentimiento tal agradecimiento.

Nada más se dijeron; ni siquiera en su despedida. Sólo se permitieron durante un par de segundos mirarse fijamente a los ojos para descubrir cada uno en el otro, esa certera soledad de una Nochebuena que a ambos les iba a envolver. Luego, él retrocedió sus pasos y se dirigió de nuevo a sus cartones. Ella, aún perpleja por lo acontecido y con el corazón acelerado, continuó su camino observando que nadie quedaba en la calle excepto una señora de pálida tez que sostenía un ramo de rosas. Desde la distancia, aquella mujer le resultó familiar, pero en aquel momento no supo de que.

Pepe había conseguido bajar los escalones de los tres pisos que le separaban de la calle y había alcanzado, no sin esfuerzo, el portal. Cuando  abrió la puerta de la calle, descubrió la oscura noche y se percató que veía menos de lo que había esperado. Las luces de las bombillas no eran suficiente iluminación para sus deteriorados ojos. Tras caminar unos pasos, había visto como una sombra se ocultaba en el portal de al lado. Intuyó que un indigente se disponía a pasar la noche allí y una brizna de compasión que decidió aplazar, azotó su conciencia. Suspiró con cierta resignación ante su escasa visión, pero con el esfuerzo que había hecho lo último que iba a hacer era volverse sin lograr su empeño. Más que ver, vislumbró a aquella mujer que había descubierto desde lo alto de su casa, y se decidió a llegar hasta ella. La carretera se interponía a su paso, y pese a que sabía que era arriesgado, tuvo que confiar en su oído para elegir el momento adecuado para cruzarla con su lento paso.  Se mantuvo firme en la acera durante unos minutos, intentando analizar el ruido de aquellos coches que pasaban y viendo de cuanto tiempo podría disponer desde el momento en el que oyese un coche. Hacía tiempo que no cruzaba una calle, y notó la falta de costumbre. Oyó cesar todo ruido de vehículos y se decidió a pasar: durante unos segundos sintió el temor de no llegar a la otra acera, pero cuando comenzó a escuchar el ruido de un coche acercarse, ya se encontraba al otro lado suspirando de alivio. Se situó enfrente de aquella señora que sostenía el ramo de rosas:

— ¿Me vendería usted una rosa para mi mujer?— dijo él impaciente por alcanzar su objetivo.

La mujer comenzó a hablarle en inglés, idioma que no entendía nada y en un momento todo se derrumbó ante si. Intentó varias veces hacerla entender que quería una rosa, pero la incomunicación entre ellos era tal que no consiguió nada. En su desesperación, y ya habiendo renunciado a lograr su objetivo, se giró para retornar al otro lado de la calle. Una única palabra entendió cuando se disponía a marchar: “Hospital”. Entonces comprendió lo que quería la mujer. Si algo conocía bien él, era el camino al cercano hospital. Con un gesto de la mano indicó a la añosa extranjera que debía seguir todo recto el camino de su izquierda y que al final se toparía con el enorme edificio. La demenciada mujer entendió el gesto que aquel anciano le hizo y sintió que tras tanto tiempo de desconcierto podría retomar su rumbo. Miró fijamente a los turbios ojos del viejo y le tendió una rosa como agradecimiento. Él, desconocedor del gran favor que acababa de hacer, sintió resurgir tras su decepción anterior, toda su ilusión al notar sobre su mano la flor que tanto deseaba. Ambos, mirándose aún, se desearon cada uno en su idioma, “Feliz Navidad”. Pepe, absorto ante la certeza de que ese año, como tantos otros, podría obsequiar a su mujer con un regalo, comenzó a cruzar la calle sin detenerse a analizar otra vez la posible llegada de los coches. Su lento caminar fue interrumpido de golpe cuando, justo en medio de la calzada, oyó la frenética llegada de un coche. Con su mano aferrada a la rosa y con una mirada perdida en un suelo que ni siquiera llegaba a distinguir bien, sólo le quedó esperar el fatal desenlace. La luz de los faros del coche llegaron a deslumbrarle en su angustioso e inminente final, pero inesperadamente tras el ensordecedor chirriar de las ruedas sobre el asfalto, el coche consiguió parar bruscamente. Pepe, con el corazón a punto de salirse de su pecho, creyó entonces que por suerte el conductor le había divisado a tiempo. Nunca supo que a su espalda, la anciana señora extranjera, viendo lo que iba a suceder, se había puesto en medio de la calzada agitando enérgicamente sus brazos. Y si alguien hubiera preguntado al conductor, éste hubiera contestado que lo que le alertó a parar fue un gran ramo de rosas agitándose insistentemente al fondo de aquella oscura calle.

Marisol decidió tomar un camino al hospital más largo que el habitual pero mucho más transitado e iluminado. El miedo aún no se había desvanecido en su cuerpo, y prefirió llegar algo tarde pero calmada. Pudo observar en su trayecto a la gente que andaba por la calle: parejas intentando llegar a tiempo a la cena en la casa familiar, otros acompañados por niños con los rostros especialmente iluminados en una mágica noche, e incluso a un chico en una cabina hablando acarameladamente con quien supuso su novia. Recordó entonces a su familia, a centenares de kilómetros y sin haberlos visto desde hacía más de un mes. También recordó a su novio, o al menos quien lo fue, pues con su marcha no comprendida, sabía que había impuesto una gran barrera difícil de superar. La nostalgia la envolvió, sintiendo en su corazón la duda por la decisión tomada tiempo atrás. Aquella aventura no estaba resultando tan gratificante como esperaba, sobre todo aquella triste noche, pero cuando conseguía hablar con su familia, siempre se esforzaba por parecer contenta e ilusionada. Sólo la responsabilidad de tener que enviar algo de dinero a su necesitada casa la mantenía allí, lejos de los suyos.

Pepe consiguió finalmente alcanzar de nuevo su acera, dando gracias a Dios en voz alta, y cuando llegó a la altura de su portal recordó al indigente que tan sólo unos metros más allá había descubierto antes. Sin pensarlo, se desabrochó su cálido albornoz a cuadros marrones oscuros y dando unos pasos se acercó hasta el bulto de cartones. Descubrió que el hombre no se encontraba en aquel momento, pero como si de un regalo a un niño se tratase, dobló cuidadosamente su prenda. — Todo el mundo se merece como mínimo pasar una Nochebuena medianamente caliente— pensó mientras la dejaba sobre el frío lecho. Luego, con algo más de fresco en sus huesos, se apresuró a alcanzar de nuevo su portal. Abrió la puerta y portando su rosa en la mano, subió despacio (pero feliz como un niño) todos los escalones. Cuando entró dentro de la casa dejó la roja flor sobre un mueble de la entrada, conocedor de que su mujer allí no llegaría a descubrirla, y luego entró al salón ante la extrañada mirada de ella. No quiso dar muchas explicaciones, y simplemente alegó que había bajado a ver si habían recibido algo de correo. Por supuesto más extrañada aún quedó la muda señora.

Marisol llegó a su puesto de trabajo, el hospital, a la hora justa. Muchas de sus compañeras enfermeras comenzaban a salir de sus plantas de trabajo con la evidente alegría de pasar una feliz Nochebuena en familia. Por un problema telefónico en el hogar, ni siquiera había podido hablar los últimos días con sus padres. Cuando su compañera le dio el relevo, le indicó que la paciente inglesa de la habitación 204 se estaba muriendo, y que posiblemente no aguantara toda la noche. Estaba bastante sedada para evitar dolores y descansaba sola en aquella habitación. El nombre de ella era Patricia, y como ya llevaba unos días ingresada, ya conocía su deficitario estado.

Harry había estado siguiendo de lejos a la joven que le había dado su cena, para asegurarse de que no sufría de nuevo ningún percance, y cuando la vio llegar a unas avenidas más transitadas e iluminadas decidió retornar a su temporal hogar. En aquellos dulces ojos azules llenos de vida, y en ese rostro delicadamente decorado con cientos de diminutos caprichos pasionales había encontrado el recuerdo apartado de su personal “Soledad”. Cien metros antes de alcanzar su portal, observó una sombra que se inclinaba sobre sus cartones, y aceleró el paso para averiguar que ocurría. Al final sólo pudo ver como un anciano señor se metía en el portal de al lado. Emocionado descubrió el albornoz sobre sus cartones, cuidadosamente dejado. La Navidad llegaba incluso a aquel frío portal, y él, un viejo borracho desahuciado, comenzaba a sentir el calor de una noche que nunca fue creada para vivir sin nadie a quien abrazar.

Pat llegó al hospital exhausta por su rápido andar. Subió a la segunda planta apretando aquel ramo en su pecho, y su rostro radiante contrastaba con la gente que se cruzaba por los pasillos. Su alocada cabeza no le había hecho olvidar todavía el número de la habitación de su compañera. Se acercó decidida a la entreabierta puerta señalada con el 204, y la triste penumbra apagó su feliz semblante. Allí, frente a “la otra Pat” estaba una joven enfermera de rizados cabellos arreglando la cama de la moribunda. Cuando la enfermera, Marisol, se giró descubrió el rostro de la inglesa que unos minutos atrás había descubierto al fondo de su calle. Alguna vez antes la había visto visitando a su paciente, y no había necesitado de ninguna explicación para saber que formaban una esplendida pareja mantenida frente a la intolerancia de su época y la dureza de los años. La penumbra existente cesó en su empeño de amargar aquella noche a la trastornada visitante. Marisol sabía el suficiente inglés para explicar a la añosa visitante que su infatigable amiga perecería posiblemente en unas horas, pero no halló el valor ni la justificación necesaria. Nadie, y menos ella se atreverían a decir semejante insensatez a una señora que no entendería más que palabras de amor loco e imperecedero. Quizá estaba loca, tal vez cada mañana que se levantara no supiese muy bien donde se encontraba, ni en que día se hallaba, pero su locura solo abarcaba su mente y nunca podría con su corazón. Marisol sabía que la demencia evadía poco a poco de la realidad a todo aquel que la sufría, afectaba al cerebro y era imparable; pero aquella noche no era momento de creer en explicaciones razonadas del porqué de las cosas, y aquella noche era el mejor momento para creer que aquel órgano al que se le habían dotado de cualidades misteriosas pero injustificables desde la antigüedad, realmente se mantenía en otro lado diferente al de la vida real. La demencia no alcanzaba a ese corazón que se aceleraba desde hacía más de treinta años al ver a su amada, y quizá no lo hacía porque no habría motivo para que latiese si estuviesen la una sin la otra. Marisol salió de la habitación para dejarlas en intimidad, y en una postrera mirada que lanzo al interior contempló como Pat dejaba el ramo sobre el pecho de su compañera al tiempo que le retiraba el pelo del  rostro.

Harry se dispuso a comer la cena sabrosamente preparada, ataviado con su caliente albornoz. La botella de whisky comenzó a descender en cada implacable trago que daba, y el calor comenzó a arroparle en su solitaria noche a la intemperie. Se esforzó en masticar la comida con más calma de lo normal, intentando no agotarla inmediatamente para no finalizar tan agradable momento, y evitando también con ello, manchar su lustroso nuevo abrigo.

Pepe consiguió preparar algo de cena en el viejo fogón, ayudado por su mujer. No consiguieron mucho, pero al menos intentaron que aquella noche no tuvieran que recurrir a los platos congelados que su hija, cuando se dignaba a venir una vez por semana, solía dejarles. Pepe la entendía, ella tenía su vida aparte, y no podía cargar con el lastre de sus padres. El se sentía afortunado de verla de vez en cuando, no como su hijo mayor, que hacía años había desaparecido y nada sabía de él desde entonces.

Marisol cogió las bandejas de comida que debía repartir en las habitaciones, y cuando llegó a la correspondiente 204 se quedó desilusionada por el pobre aspecto del cuarto. Ni corta ni perezosa, cogió unos platos que guardaban las trabajadoras para uso personal, y trasladó toda la comida a ellos. Luego vació un carrito con ruedas para trasportar material y le puso un mantel de paño verde. Colocó todo sobre la improvisada mesa, y contempló que aunque aquello había mejorado considerablemente aún sentía la falta de algo. Recordó haber visto en uno de los cajones de la salita justo lo que necesitaba, y se lanzó rápidamente a por ello. Cuando llevó la íntima mesa a la habitación, la luz de la fantástica vela que había colocado en el centro iluminó el rostro de las dos inglesas. Pat se quedó boquiabierta y ni siquiera llegó a pronunciar ninguna de sus incomprensibles expresiones inglesas.  La otra Pat, que había permanecido con los ojos cerrados hasta el momento, los abrió y no sin dificultad contempló la escena: una enfermera portando una arreglada mesa de cena con vela incluida, y a su estimada e inseparable Pat. Pudo con gran esfuerzo alzar ligeramente la mano y agarrar la de Marisol para regalarle una simple caricia con el pulgar que la hizo estremecer. Cuando se dispuso a salir de la habitación por última vez, Pat se acercó a ella y le besó la mejilla para desearle después Feliz Navidad en inglés. Marisol cerró la puerta tras ella, prometiéndose que en toda la noche no las molestaría.

Pepe y su mujer terminaron de cenar, y ambos se quedaron frente a la televisión. Finalmente, Pepe, nervioso como un quinceañero ante su primera cita, se levantó de su sillón y se dirigió al mueble de la entrada. Al llegar agarró la rosa con su gran mano, se dirigió a la salita portando su preciado regalo y en silencio pidió un deseo.

Harry repeló los envases de comida y dio un último trago a su botella. Recostado contra la pared, empezó a sentir un agradable mareo evasor que parecía mecerle con delicada ternura. Pensó en el anciano señor que le había dado su albornoz, en la joven chica que había preferido ceder su cena de Nochebuena, y en aquella inglesa que sujetaba misteriosamente con tanto ahínco aquel ramo de rosas. Los ojos de la joven le habían llevado a antiguas rememoraciones apartadas tiempo atrás por el dolor que ocasionaba su anhelo. Los viejos recuerdos comenzaron a confundirse con la oscura realidad, pero la nublada visión no permitía ver con nitidez aquello que ocultaba. Tal vez el alcohol le hizo olvidar viejas heridas y le convenció para inconscientemente pronunciar un deseo.

Marisol se sentó tras el puesto de control de la planta, mientras picaba algo de alguna de las bandejas sobrantes. La planta estaba tranquila y el sueño comenzó a hacer mella en ella. Intentó aplacarlo levantándose una y otra vez pero cuando sin darse cuenta permaneció demasiado tiempo sobre su asiento, un imperioso letargo se adueñó de ella. Recreó entonces en su mente el deseo de compartir como años atrás aquella noche con su familia, y se acordó de que nada le hubiese gustado más que, de su mano, estuviera el que fuera su novio junto a ella.

Pat sintió un momento de lucidez en su enturbiada cabeza y reconoció la situación en la que su silenciada amada se encontraba. Se reconoció a si misma que nada podría hacer ya por salvarla, y resignada a su suerte formuló una petición para ambas, un último deseo, y se tumbó a su lado para cuidadosamente abrazarla.

Aquellas cuatro personas, esas que se habían cruzado aquella noche y que se habían ayudado entre ellas sin premeditarlo, habían cerrado en sus particulares Nochebuenas, un círculo de compartida soledad. Sin saberlo, sus cuatro deseos unificados ya volaban entre luces de colores, blancas estrellas y oscuro firmamento.

Pepe acercó la rosa ante los atónitos ojos de su muda señora. Ella empezó a llorar emitiendo sonidos que Pepe entendió de felicidad, pero cuando menos lo esperaba, cesó en su llanto y pronunció aquello que a él tanto le había gustado escuchar durante su vida: “Te quiero” dijo ella con una voz milagrosamente dulce. Entonces él descubrió que su deseo de oírlo una vez más, se había cumplido, y la abrazó seguro de que aquella Nochebuena nunca la olvidaría.

Marisol dio un respingo al escuchar el inefable teléfono bramar junto a ella. La chica de recepción le comunicó que le pasaba una llamada, cosa que no solía estar permitida en ese hospital por las noches y, antes de que pudiese pensar de quien se trataba, escuchó la tranquilizadora voz de su madre al otro lado del aparato. El sollozo no le permitía pronunciar palabra alguna, pero no le importaba, pues lo único que deseaba era sentir aquella cercanía. Uno a uno fueron pasando por el teléfono toda su familia: su padre, sus dos hermanos, y finalmente, tras un silencio que le hizo pensar que la llamada se iba a cortar, una voz inesperada surgió del auricular. Era él, allí en su casa, como si estuviera con ella, y entonces su deseo se completó al escuchar firmemente que la amaba y que así lo haría hasta que algún día estuviera de regreso.

Harry se dejó llevar definitivamente por su embriaguez y entre las tinieblas de sus sueños un rostro se hizo tangible. Allí estaba ella, con aspecto joven y sano, no como en sus últimos meses de vida, y se acercaba para, con su mano, acariciarle su largo y descuidado pelo. — ¿Querías que viniera?, pues aquí me tienes— la escuchó decir con una luz brillante a sus espaldas. Él, con los ojos abiertos pero con la mirada perdida, sintió el cobijo del pecho de su amada y su voz musitó el nombre que había sido presagio de la vida sin ella. Un nombre que, por encima del suyo y el de cualquiera, nunca habría olvidado: “Soledad”. Y su deseo de verla por última vez se cumplió.

Nadie molestó a Pat durante toda la noche, y nadie pudo saber en que momento exacto “la otra Pat” murió. Cuando al día siguiente entraron en la habitación, encontraron a las dos mujeres abrazadas sobre la cama. Marisol se sorprendió de contemplar una cierta alegría en el rostro de la anciana inglesa. Cuando pasó por su lado, Pat se paró y le explicó algo que hizo comprender a la joven enfermera el motivo de su inexistente tristeza: una mujer que todos tenían por loca había llegado a comprender en su peculiar lucidez, que la vida sólo podía optar por un final, y que ella lo único que había deseado desde que había conocido a su compañera era estar acompañándola en aquel momento. Sólo podía sentirse feliz por haber tenido la oportunidad de haber compartido con ella su última noche y satisfacer ese deseo.

A la mañana siguiente los colores de la Navidad impregnaron la ciudad. Algunos niños permanecieron en sus casas jugando con los regalos con los que la noche anterior les había obsequiado, y los padres se dedicaron a observar como desbordaban alegría. Muchos jóvenes optaron por permanecer en sus camas, acurrucados junto a sus parejas, bien tapados y haciéndose los remolones para levantarse lo más tarde posible. Algunos ancianos acompañados, se permitieron el lujo de rememorar en sus cómodos sillones antiguas navidades sin verse azotados por la nostalgia. Hubo quienes, madrugadores y solitarios por gusto, se deleitaron con un agradable paseo matinal por unas tranquilas calles sabedoras de miles de secretos, pero otros, solitarios por obligación, vieron como la fría noche cesaba para dar paso a un generoso sol acogedor. Entre todo el maremagnun de la Navidad, cuatro simples deseos se cumplieron. Cuatro vidas sufrieron las consecuencias de sus cruzadas acciones, y aunque ninguno de ellos llegó a averiguar la magnitud de ellas, a los cuatro, un minúsculo milagro les permitió que en su particular soledad se sintieran felices… y acompañados.                

FIN   

                                                                                   A Loreto

2 pensamientos sobre “«Soledad» (Cuento de Navidad)”

  1. Loretto dijo:

    Ufffffffffff sigo sin poder leerlo y no emocionarme. Que lejos queda todo, ya no queda nadie del «cuento» que resultó no ser tan cuento. Gracias por incluirlo, lo echaba de menos, ya lo sabes.
    Nunca dejes de escribir yo siempre te leeré

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