Cada vez que me despierto me pregunto quien soy. Cada vez que duermo y abro los ojos no se dónde estoy ni en que momento vivo. Una y otra vez, por lo menos desde que me acuerdo, me hago las mismas e incesantes preguntas: ¿Es de día o es de noche? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que estoy tumbado? ¿Tengo que ir a trabajar o no? ¿En qué trabajo? ¿Qué edad tengo? ¿Qué he de hacer ahora?
Tal vez sepa llegar hasta el despertador y dar ese golpe certero que lo calme sin saber ni siquiera muy bien quien lo colocó ahí, pero lo cierto es que durante alrededor de un minuto me encuentro totalmente perdido, sin saber nada más allá de lo que alcanzan a ver mis ojos. Las paredes de una habitación, la luz que entra por esa ventana que suele quedarse abierta, esas cosas que “alguien” dejó por ahí tiradas, la maldita lámpara del techo que parece que no me quita la vista de encima… Un minuto, por lo menos durante minuto cada día vuelvo a reconstruirme desde cero, preguntándome quien soy y adónde voy. En ese momento entiendo a los niños que se despiertan llorando, berreando, cabreados con el mundo porque quizá se preguntan lo mismo que yo y no tienen otra manera de expresarlo. Niños que no encuentran consuelo hasta que no se sienten cobijados en el pecho de su padre o madre, con ese aroma, ese tacto, esa sensación que les lleva a lo que realmente son. En ese fatídico minuto comprendo que lo hagan porque para mí es también igual de aterrador… aunque ya no llore. Un minuto. Un minuto eterno que termina con un pequeño dolor de cabeza que surge al intentar moverme, al querer levantarme, al girar el cuello hacia el otro lado de la cama. Un dolor que llama a la puerta de mi consciencia tal vez porque en ese instante me doy cuenta de que no estás, y que por tanto durante las horas siguientes seguiré sin saber quién soy y hacia dónde voy.